Estamos por celebrar cincuenta y cinco años del inicio
del Concilia Vaticano II, verdadero Pentecostés para la vida de la Iglesia. Una
de las grandes contribuciones que este Concilio trajo fue una nueva comprensión
en el campo ecuménico. El documento específico en esta materia se llama Unitatis Redintegratio y es del que
tenemos la siguiente afirmación: “(…) Es menester que los católicos reconozcan,
con alegría, y estimen los bienes verdaderamente cristianos, oriundos de un
patrimonio común, que se encuentran entre los hermanos separados. Es justo y
necesario reconocer las riquezas de Cristo y las obras de virtud en la vida de
los que testimonian en favor de Cristo, a veces hasta la efusión de sangre:
Dios es siempre admirable y digno de admiración en sus obras” (UR 4/772).
Las diversas iniciativas, en el campo ecuménico
emprendidas por las iglesias cristianas has sido fruto de un deseo intenso de
comunión. Es impresionante el esfuerzo incansable de aproximación, comprensión
y diálogo, existentes en las diversas organizaciones de los que confiesan la
misma fe, en todo el mundo (claro que me estoy refiriendo a las Iglesias
envueltas en el movimiento ecuménico). Como vimos arriba, es en el
reconocimiento mutuo de lo que Dios realiza en cada una de las partes que
sucede la comunión. Todo eso nos hace descubrir la dinámica del Espíritu Santo,
para el cual no existen fronteras que no puedan ser superadas. En medio de
tantas diversidades, viene suscitando la unidad. Este Espíritu de Comunión ha
hecho maravillas a lo largo de la historia, principalmente en lo que se refiere
a la propia concepción ecuménica, en que cada una de las partes envueltas se
armaba con muchos argumentos para defender su verdad sobre Jesús, criticando
los otros, considerándose dueños de la verdad, fijándose más en sus
diferencias, en aquello que causaba todavía más división. Hubo una apertura
mayor para la acción del Espíritu de manera que pasaran a percibir que el
camino no era aquel, se cambió la postura y el dialogo pasó a nortear las
discusiones. Se descubrió que la diferencia de cada uno puede ser riqueza para
el otro; es necesario caminar y juntos buscar lo que es factor de comunión.
El discurso sobre la búsqueda de la unidad, infelizmente
fue mal comprendido tanto por parte de algunos líderes como por parte de otros
fieles. Lejos de ser uniformidad o
anulación de las diferencias individuales, se trata de acoger lo diferente,
respetándolo en su manera de ser y reflexionar, descubriendo siempre más lo que
causa aproximación. Esta búsqueda no impide que se piense diferente, al
contrario, a través de la diversidad, ambas partes son conducidas a la verdad
que nos une. Cuando Jesús dice que él es la verdad y quien es de la verdad
escucha su voz, se refiere a los ritos, formulas y maneras de hacer las
“cosas”, características accidentales. Él llama la atención para lo que es
esencial: la verdad que Él es. Una cristología que parte de Jesus como
parámetro de la verdad es una cristología que conduce a la unidad. Esta es una
referencia común a todos. Y como la verdad es Jesús, la búsqueda de conocerla
siempre más sólo puede llevarnos a envolvernos con el diálogo ecuménico.
Rechazarlo conscientemente sería un acto de irresponsabilidad, pecado o ir
contra aquello que reconocemos ser correcto.
El camino de aproximación se inició, el paso
caracterizado por la fraterna superación de las divisiones entre las diferentes
Iglesias cristianas, ya ha sido dado. Lo que resta ahora es que todos
contribuyan para vencer las dificultades que impiden el avance ecuménico. El
Espíritu actuó, hizo que disminuyéramos las tensionas; ahora tenemos la gran
responsabilidad de ser fieles a la verdad y a la justicia mientras buscamos
superar las diferencias y trabajar en conjunto. Sabemos también que el camino
ecuménico debe ser trillado con caridad, humildad, prudencia, buena formación y
amor al cristianismo. El papa y santo Juan Pablo II, en su carta sobre la
unidad de los cristianos, dice que “la división contradice abiertamente la
voluntad de Cristo, y es escandalo para el mundo, como también perjudica la
santísima causa de la predicación del evangelio a toda criatura” (UUS 6). De
hecho, la gran victima ha sido la evangelización, pues es difícil creer cuando
los que predican el evangelio se comportan como enemigos. Es claro que no da
para generalizar, pero si todavía hay impasse en el entendimiento, es porque
algunos líderes de las diferentes partes se cierran, acompañando el proceso con
un cierto indiferentismo en relación a la riqueza que esta novedad puede traer.
Mucho están con el recelo de quedarse menos católicos, menos protestantes, etc.
La verdad es que dejamos de pensar como Jesús, que se preocupaba con los que
necesitaban creer a partir del testimonio de unión de las comunidades
cristianas. Olvidamos de lo que necesitamos, como cristianos, estar unidos para
que el mundo crea.
No es conveniente continuar atemorizando a las personas
con un Jesús dividido, un Jesús que sólo sirve para un grupo y no sirve para
otro. Está en la hora de ser evangelios vivos, ponernos en el centro de
nuestras búsquedas y aspiraciones, la persona y la propuesta de Jesucristo. La
actitud de Jesús delante de lo diferente era de escucha y de acogida;
necesitamos reaprender de él. Si de hecho somos cristianos y creemos en la
posibilidad de unidad rezada por Cristo, realizaremos lo que dice San Agustín:
“en las cosas esenciales, la unidad; en las cosas dudosas, la libertad; en
todo, la caridad”. Esta expresión es retomada por el Concilio Vaticano II que
la propone como compromiso de los católicos y cristianos de todo el mundo: “Resguardando
la unidad en las cosas necesarias, todo en la Iglesia, según el munus dado a
cada uno, conserven la debida libertad, tanto en las varias formas de vida
espiritual y de disciplina, en cuanto en la diversidad de los ritos litúrgicos,
y hasta aún en la elaboración teológica de la verdad revelada. Pero en todo
cultiven la caridad. Actuando así, manifestarán, siempre más plenamente, la
verdadera catolicidad y apostolicidad” (UR 4/771).
Fr Ndega
Traducion: Nomade de
Dios
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