sexta-feira, 24 de junho de 2016

EXPERIENCIA DE DIOS EN EL ROSTRO DEL OTRO: UN MISTERIO QUE ME ULTRAPASA.


Introducción: razón de esta reflexión.

Los invito a reflexionar sobre dos temas interrrelacionados, los cuales son pasión por Dios y por el ser humano, teniendo como iconos a la Samaritana y el Buen Samaritano. Tengo muy en cuenta la necesidad de rever las imágenes de Dios y percibir la riqueza y, al mismo tiempo, la apertura del esquema: paternidad, filiación y fraternidad. Cuando hablo de apertura (esquema citado), tengo presente, una vez m{as que Dios como Padre nos remite a los demás, el encuentro-confronte con los demás, principalmente con los más necesitados, a su vez, me interpela para reconocer el cuidado y la paternidad de Dios (los necesitados tienen dificultades de reconocer la paternidad de Dios cuando son abandonados y olvidados por los que dicen ser sus hermanos). Con esto, quiero decir que la fraternidad bien cultivada, en último análisis, me reporta a la paternidad de Dios.

Quien quiera trabajar este proceso, podrá relacionar Mt. 6, 24-34 con Mt. 25, 31-46. Hay una sintonía muy agudizada entre los dos textos, que no puede ser dejada de lado. Así, se puede hablar de pasión por Dios y pasión por el ser humano como algo inseparable. Quien no tiene pasión por Dios (búsqueda y cultivo de su presencia), jamás desenvolverá pasió por el ser humano (en la óptica de Jesús de Nazareth). De otra manera, quien no tiene pasión por el ser humano, vive la ilusión de quien encuentra a Dios. No se trata de idolatrar al ser humano, como si él fuese un dios, sino reconocerlo como un lugar teológico, esto es, un espacio en el cual Dios se manifiesta. Según lo que Jesús hizo y enseñó, no se hace una verdadera experiencia de Dios sin fraternidad: la condición es: “se se aman… en esto el Padre es glorificado”. Dejémonos tocar por Dios. Supliquemos la ayuda del Espíritu Santo, pidiendo la gracia que sigue:

Gracia a pedir
Que el Espíritu de Dios haga arder en nuestro corazón la llama del verdadero amor, llevándonos a encuentros significativos con las personas, especialmente las más necesitadas, a través de las cuales podamos hacer experiencia del verdadero Dios que nos llama a una total donación por su Reino.

Pasión por Dios: la Samaritana y nuestra experiencia de Dios.

Si tenemos en manos el texto de Juan 4, 1-42 y leemos atentamente, veremos que el gran momento de aquella mujer samaritana, no está en el texto. Su gran momento fue la decisión de ir a buscar agua aquel día, en aquel horario y en aquel pozo. Alguien estaría esperándola y esto ella no lo sabía. De hecho, no fue su decisión (“No fuiste tu que me elegiste…”). Como ella lo hizo tantas veces, se sumergió en una verdadera aventura, pero diferente de las otras veces, esta aventura le trajo verdadero sentido. Ella realizó una experiencia de plenitud, de vida eterna.

Experiencia tiene que ver con desinstalación, con disposición. Si quiero experimentar algo, tengo que estar dispuesto. “No existe experiencia desinteresada. Sólo puede experimentar alguna cosa quien desea experimentar” (Scholl). Toda experiencia exige una apertura interior, un abrirse para dejar que lo nuevo entre dentro de nosotros y disposición para dejarnos alcanzar y tocar por aquello que bien a nuestro encuentro.

Experimentar muchas veces, tiene que ver con sufrir. Quien quiere preservarse de todos los peligros tendrá que quedarse en casa. Ponerse en camino puede ser peligroso. Quien quiera experimentar alguna cosa tiene que arriesgarse. Aquel que sale de viaje está corriendo un riesgo. Sin correr riesgos, nadie puede experimentar cosas nuevas.

A partir del Cantar de los Cantares, sabemos que la razón de buscar a Dios es que Dios nos buscó y nos tocó con su amor. Nuestra búsqueda de Dios es, por lo tanto una historia de amor. Nuestro anhelo por el amor de Dios sólo ha de cerrarse con la muerte, cuando nos encontremos con Dios definitivamente. El día que desistamos de buscar a Dios, pasaremos a contentarnos con cosas sin valor, como el hijo pródigo de la parábola (Lc. 15, 11-32). Ese día buscaremos saciar nuestra hambre con las bellotas destinadas a los cerdos. Sólo mientras buscamos a Dios es que nuestra alma permanece viva.

A través de esta situación (encuentro con la Samaritana), Jesús nos garantiza que nuestra vida es el verdadero lugar del encuentro y de la experiencia de Dios. Si no conseguimos sentir a Dios es porque no tenemos coraje de sentirnos nosotros mismos. Falta coraje para admitir nuestras limitaciones reales. Lo que escondo de mí mismo, esconde de mi el rostro de Dios. Siendo así, continuaré con sed, vacío. Percibimos entonces, que Jesús sólo se reveló cuando la mujer se desarmó.

Dios mismo colocó en nuestro corazón el deseo de la eterna comunión con él. Queramos o no, en todo cuanto buscamos apasionadamente, en último análisis, estamos en búsqueda de Dios. Esta mujer trilló por tantos caminos y… nada. Jesús la ayudó a descubrir que su sed era sed de sentido, sed de Dios.

Todos nosotros conocemos las célebres palabras de San Agustín: “Inquieto está nuestro corazón mientras no descanse en Ti, o mi Dios”. Y todavía: “No creo que pueda encontrar algún cosa que desee tanto como Dios”. Nuestra vocación es mantener vivos los deseos del corazón, para que así permanezca abierto para Dios, y para que este corazón se abra también para las otras personas. Cuando me interrogo por mi deseo más profundo, descubro cómo desearía responder al deseo que Dios tiene por mí, al amor de Dios. Mi deseo más profundo consiste en hacer enteramente transparente para el amor y la bondad de Dios, para la misericordia y la dulzura de Dios, sin falsificación alguna por mi egoísmo, sin ningún oscurecimiento por medio de mi propia necesidad de reconocimiento y de éxito. Así estaré siempre más abierto a las necesidades ajenas como el buen samaritano.

Para preguntarse: ¿ en qué sentido me identifico con la samaritana en mi pasión por Dios?

Pasión por el ser humano: ser Buen Samaritano para encontrar a Dios

Los discípulos vieron a Dios en el rostro de Jesucristo. En el encuentro con el ser humano Jesús, Dios se manifestó a ellos. En la forma como Jesús hablaba, en su forma de mirar, de tocar, de dirigirse a los otros, ellos experimentaron a Dios. “Quien me ve, ve al Padre” (Jn 14, 9).

No es sólo en Jesús que podemos tener la experiencia de Dios, sino también en cada ser humano. En el monaquismo primitivo, tenía mucho vigor estar palabra: “Quien ve al hermano, ve a Dios”. El mismo Jesús, en el discurso del juicio final en Mt. 25, 31-46, se identificó con los pobres, los enfermos, los sin ropa y sin techo.

En verdad, para con estos caídos al borde del camino, debo tener las mismas actitudes de Cristo. Este es mi lugar de encuentro con el verdadero Dios. Tomando el texto de Lc. 10, 25-37, vemos que Jesús es el Buen Samaritano, por excelencis, pues se inclinó hasta nuestra miseria, nos levantó y nos curó. Nos invita a tener las mismas actitudes y sentimientos. Quien reconoce al propio Cristo en el rostro de quien sufre necesidad, hay que ir a su encuentro de una forma diferente y tratarlo de manera diferente. No podemos ver a Dios directamente en el ser humano. Es necesario tener ojos de fe para en esta persona concreta ver más allá de lo que ven los ojos. Tengo que meditar profundamente en el misterio del ser humano. No puedo restringir al otro aquello que en él percibo. En cada uno está presente un misterio que lo ultrapasa, un nucleo divino, y más, Dios mismo vive en cada ser humano. Si realmente medito sobre el otro, he de reconocer cuan poco se sobre él, y como en el me deparo con algo que no soy capaz de describir. Es Dios, en último análisis, quien brilla para mi en mi hermano y en mi hermana. Para que el otro sea mi prójimo, necesito hacerme prójimo de él.

De muchos santos se cuenta que Dios vino a su encuentro justamente en el rostro del pobre y del enfermo. Cuando San Martin compartió su manto con el pobre, Cristo se le apareció en sueños y le reveló que aquel pobre era él mismo. Cuando San Francisco besó al leproso, en él reconoció a Cristo. Precisamente en la persona que no tiene nada atrayente para presentar a los otros puede brillar para nosotros el misterio de Dios. Esta realidad tampoco fue difícil para Calabria que, a partir de su descubrimiento sobre la paternidad de Dios, no consideraba como extrañas a las personas que venían a su encuentro, sino hermanos y hermanas para ser amados y recibidos, principalmente si pasan necesidad. Podemos ejercitarnos para considerar al otro con los ojos de la fe. Pero para que en el otro podamos experimentar al mismo Dios, es necesaria su gracia. Siempre es apenas por un momento que Dios brilla para nosotros en el otro. Después ya no lo vemos más. Pasa con nosotros lo mismo que le pasó a los discípulos de Emaús. En el momento de partir el pan “se le abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció” (Lc 24,31).

La experiencia de Dios en el rostro del hermano o de la hermana, exige de nosotros una total sensibilidad y atención. Se trata de una manera diferente de relacionarse. No podemos permitir que nuestros encuentros con las personas sean tan vacios al punto de impedirnos hacer la experiencia del eterno, del Dios amor. Con seguridad, cada encuentro es un compartir que se hace y nunca salimos más pobres. Dios nos ayude a no perdernos un solo instante de los que se nos da para experimentarlo y que estos encuentros sean verdaderamente llenos de sentido.

Para preguntarse: en mi historia personal, ¿ cómo he vivido la pasión por el ser humano para llegar a Dios?

Fr Josuel Ndega
Traducion: Nomade de Dios

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