Una reflexión a partir de Jn 17, 20-26
Jesús reza por sus
discípulos que no pertenecen al mundo, pero que están en el mundo, y deben dar
continuidad a su obra. Jesús no los saca del mundo, sino que se hace presente
en sus vidas con el mismo amor con el cual el Padre ha amado. Pidiendo a Dios
que los guarde, “Jesús actúa como la madre que se preocupa por sus hijitos”
(Ildo Perondi). En esta oración, Jesús desborda en sentimientos cariñosos y de
satisfacción por aquellos que el Padre le dio y por lo que él ha tenido un
celoso cuidado. La unidad entre ellos alegra el corazón del Maestro y motiva la
fe de otras personas. El deseo de Jesús es que esta unidad sea cultivada y
mantenida así como sucede en la Trinidad, sin intereses ni restricciones.
Solamente así será verdaderamente plena y perfecta. Sin esta unidad la fe se ve
perjudicada y sin sentido. Pero es importante no confundir unidad con
uniformidad, ya que la uniformidad elimina las diferencias y la unidad valoriza
y crece con las diferencias.
Los que decidieron
seguir a Jesucristo son llamados a conformar sus vidas con la manera de ser y
de vivir del mismo Jesús. Para eso, todo lo que el Hijo recibió del Padre
compartió con sus discípulos, principalmente su Palabra y la alegría que siente
por la fidelidad al proyecto del Padre. Las mismas dificultades vividas por el
Maestro se repetirán en la vida de los discípulos, pues existen en el mundo
fuerzas contrarias a la realización del proyecto de Dios. Por eso mismo la
palabra mundo aparece en Juan en sentido negativo. Jesús comparte también con
sus discípulos el mismo Espíritu que lo acompañó en su misión, para que esta
Fuerza de lo alto pueda animarlos y ser garantía del éxito en la misión que les
es confiada. En definitiva, ellos deben testimoniar en la fidelidad aquello que
experimentaron, para que el mundo crea.
Edificados sobre el
fundamento de los apóstoles recibimos como herencia aquello que fue compartido
por Cristo. Al rezar por los apóstoles Jesús pensó también en nosotros que nos
decimos sus seguidores y que, en medio de tantas limitaciones, somos portadores
de un gran tesoro. Se trata de un tesoro en vasijas de barro, que debe ser
guardado y compartido en la fidelidad para ayudar a otras personas a crecer en
la fe. Los vientos contrarios a la fe y a la fidelidad exigen que nos apoyemos
unos en los otros a fin de que estemos siempre motivados en el caminar. El
testimonio orante de Jesús nos hace recordar uno de los llamados constantes de
San Juan Calabria: “ antes que nada, mírense como hermanos y como tal ámense
unos a los otros, ayudándose mutuamente, principalmente en la vida espiritual”.
Seguramente este es un camino exitoso para la realización de la unidad tan
deseada por Cristo y el testimonio más eficaz de que estamos en el mundo, pero
pertenecemos a Cristo.
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