Una reflexión a partir de Marcos 4, 21-25
El evangelio de
Marcos es un texto motivador, pues una comunidad en donde este evangelio nació
(Roma) estaba siendo perseguida y la tendencia era de cerrarse, “borrarse” por
el miedo. La luz que la iluminó necesita ser llevada para que otros también la
puedan experimentar. O sea, el mensaje de salvación que llegó hasta ellos a
través del testimonio de los apóstoles, no podía quedar encerrado en el pequeño
grupo, debía ser comunicado, aunque para eso tuviesen que pagar con la propia
vida. Este texto permite un paralelo con el evangelio de Mateo (5, 16), donde
Jesús llama a sus discípulos de luz: “que la luz de ustedes brille delante de
las personas para que ellas vean las buenas obras que ustedes hacen y
glorifiquen al Padre de ustedes que está en los cielos”. Pero los discípulos no
tienen luz propia. Ellos dependen de Jesús así mo la luna depende de la luz del
sol para iluminar.
Una lámpara encendida
no puede quedar escondida. Lo mismo sucede con la vida de quien se encontró con
Cristo y se dejó iluminar por él. Esta experiencia no significa monopolio o privilegio,
sino estrategia de Dios que ama y que “se sirve de unos para llegar más
fácilmente a los demás” (A. T. Queiruga). Por lo tanto, el mensaje de salvación
que Jesús trajo está destinado a todos y, de alguna manera, muchos aspectos de
este mensaje ya son vividos por las personas de las diversas culturas y
religiones. Es bastante ilustrativa la crítica que Jesús hace a sus discípulos
que querían mantener el monopolio sobre su persona, impidiendo a alguien de
actuar en nombre de Jesús solamente porque no pertenecía al grupo. Los
discípulos todavía no habían entendido que la misión de ser luz implica también
permitir el brillo de los otros.
Jesús nos llama a ser
luz a partir de su propia luz. Es necesario dejarnos iluminar para poder
iluminar nosotros. San Juan Calabria describe esta experiencia con las
expresiones depósitos y canales: “depósitos para nosotros y
canales para los otros”. Jesús también nos llama la atención respecto de la
escucha, pues aquello que escuchamos y la manera como oímos van determinando el
camino que debemos seguir. Muchas veces sacamos nuestras conclusiones apena a
partir de lo que escuchamos decir a los otros. Siendo así, esta ha sido la medida
de nuestra respuesta a las apelaciones de Dios. ¡Pobre respuesta! Pero no se
puede seguir a Jesús de manera tan superficial. Nuestra respuesta debe partir de la experiencia del encuentro y renovarse
continuamente. El don de la fe en nosotros tuvo su momento inicial – “momento
niño” – pero no puede permanecer infantil todo el tiempo; necesita madurar y
dar buenos frutos. La medida de nuestra fe está en la capacidad de producir
frutos. Que a través de los buenos frutos, nuestra fe pueda brillar, sin opacar
la fe de los otros.
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