Reflexionando Jn 6, 1-15
No
pocas veces los Evangelios narran que Jesús va para la “otra orilla” o para “el
otro lado” del lago. Se no fuese significativo y hasta determinante, los
evangelistas no lo resaltarían tanto. Este movimiento traduce un estilo de vida
propio de Jesús y aquellos que están con
él automáticamente se sienten invitados a hacer lo mismo. Es por eso que dice
que estar con Jesús es andar en contramano de lo que se piensa en la sociedad. Esta reflexión quiere, por lo
tanto, profundizar los desafíos de esta travesía y las sorpresas encontradas en
la otra orilla.
Antes
que nada, en esa otra orilla él se depara con numerosas multitudes – los pobres
– que ya han hecho la experiencia de su misericordia a favor de sus enfermos y
que reconoció en él una característica singular de humanidad que sólo puede
venir de Dios. Jesús toma la opción por la otra orilla o por el otro lado
porque allá están los pobres, los enfermos, los explotados, los hambrientos.
Jesús no huye de ellos, sino que va a su encuentro, posibilitando también el
movimiento de los pobres hacia él.
Jesús
sube al monte con sus discípulos. El monte en la Sagrada Escritura está siempre
relacionado con la experiencia de la manifestación divina. Esta situación nos
hace recordar a Moisés cuando subía al monte para hablar con Dios. Los montes
más conocidos en la Biblia son el Horeb, llamado “Monte de Dios”; Sinaí, donde
Dios hizo alianza con su pueblo; y el Tabor, donde Jesús se transfiguró delante
de sus discípulos. Para revelar el proyecto de amor y liberación del Padre,
Jesús buscaba mantener siempre la comunión orante con él. A partir del monte y
del encuentro con Dios él ve mejor las necesidades de las personas que están
delante suyo y a su alrededor. El pueblo siente hambre y eso atrae la compasión
de Jesús. Él no se queda en sí mismo, comparte con sus discípulos,
incluyéndolos en el proceso de formación para el discipulado. Todo lo que Jesús
realiza a favor de las personas es también parte de un aprendizaje para sus
discípulos.
En
la “comunidad” de Jesús, encontramos diferentes tipos de personas y estilos
diferentes de seguir al Maestro. Hay discípulos que como Felipe creen que
necesitan primero estar estabilizados económicamente para después ayudar a
quien necesita. Hay discípulos como Andrés, que creen que los pequeños gestos,
las pequeñas iniciativas son bienvenidas, pero no tiene fuerza suficiente para
dar vida nueva a quien no ve más horizontes para su vida. Hay discípulos que siguiendo
fielmente al maestro piden al pueblo que se siente, o sea, aprendió que el
pueblo no es esclavo de nadie y que merece una vida digna, señal de la plenitud
escatológica. Este tipo de discípulo aprendió a servir verdaderamente y
contribuye con algo muy valioso para otra sociedad posible.
El
compartir parece ser central en todo este proceso, pues sacia a todos y todas,
evitando acumular y desperdiciar. Anuncia una gran verdad: los bienes de la
creación son parte de la generosidad divina; están hechos para todos y deben
estar a disposición de todos. Se hay gente pasando hambre es porque hay gente
que acumula. Todos tenemos un dedo en el sufrimiento del pobre, del hambriento.
La solución para la crisis económica en muchos lugares del mundo no está en comprar
o vender más o menos, sino en distribuir más. Algunos ejemplos entre nosotros
testifican que es posible una situación mejor cuando cada uno da de su pobreza.
Algunos documentos de la Iglesia, llamando la atención sobre la perversidad de
las estructuras injustas, denuncian el modelos de desenvolvimiento adoptado en
los países pobres, que vienen generando “ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más
pobres” (Puebla nº 30).
En
este texto, como comunidad cristiana, tenemos la tarea de un testimonio más
auténtico, que esté de acuerdo con las opciones de Jesús, o sea, nuestro
testimonio debe ser una denuncia profética, reveladora de la realidad, tantas
veces escondida y enmascarada. El miedo de perder la amistad y privilegios,
muchas veces, nos deja de manos atadas y voz apagada. Si no podemos ser más la
voz de los que no tienen voz y vez, ¡para qué sirve la vida cristiana entonces!
Un tercio de la humanidad pasa hambre. Se eso no nos lleva a sentir
compasión-indignación, ¿cuál es el sentido de nuestra misión? El centro de
nuestra vida cristiana es la Eucaristía, en la que recibimos a Jesús, pan de
vida. A través de ella saciamos nuestra hambre de Dios y nos responsabilizamos
con el hambre de las personas. La gran pregunta que brota de esta situación es:
¿Qué sentido tiene la eucaristía compartida en la Iglesia si no podemos
compartir lo que tenemos con quien más necesita? Mientras haya, al menos, una
persona que pase hambre, no estará realizado plenamente el ideal de la
eucaristía. Hoy, más que nunca, es necesario pasar a la otra orilla si queremos
andar con Jesús marcando la diferencia en la vida de las personas.
Fr Ndega
Traducción: Nómade de
Dios.
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