Dios nos dio el don de ser y vivir en comunidad para
nuestro propio bien y realización. Según el libro del Génesis, “ no es bueno que el ser humano esté solo” (Gn 2, 18).
Somos individualidad, pero también relación. Cuando cultivamos demasiado la
individualidad nace el individualismo – el gran atentado a la vida comunitaria,
pues la persona individualista generalmente vive como si la comunidad no
existiese, perjudicando la relación entre los miembros. A partir del
individualismo, surgen muchos otros males. El pueblo africano cree mucho que la
experiencia comunitaria debe ser central en la vida del ser humano y que fuera de la comunidad la vida pierde su
sentido. Esta situación es verdadera en relación a nuestros parientes y también
a nivel de la comunidad eclesial, extensión de nuestra comunidad familiar. Es
en este sentido que queremos reflexionar sobre la vivencia comunitaria de la fe
como testimonio de la Resurrección de Jesús.
Enseguida después de la prisión, pasión y muerte de Jesús
la comunidad de los discípulos parecía haberse olvidado de todo lo que
experimentó con el Maestro, por ejemplo: acogida, solidaridad, gratitud,
búsqueda del Reino de Dios en primer lugar, pasión por Dios y por el ser
humano, entusiasmo profético a favor de la vida, estilo de vida simple y
desapegado, perdón sin límites y sintonizar la propia voluntad con la voluntad
de Dios. Frente a todo eso, los discípulos deciden “cerrar las puertas”,
simplemente por miedo. Pero Jesús no los abandona y permanece con ellos,
principalmente en los momentos en que el miedo parece sacarles la alegría de
vivir.
En nuestra realidad también muchas situaciones nos hacen
sentir miedo, por ejemplo: violencia, terrorismo y otras tantas amenazas contra
la vida. El miedo nos impide vivir verdaderamente la propia fe y ser verdaderos
testigos. Es ahí que nos damos cuenta cuán importante es la comunidad. Con el
apoyo mutuo y la acción de Dios que se manifiesta vivo en medio de nosotros
podemos con seguridad superar todos nuestros miedos y asumir con alegría y
entusiasmo la importante tarea de promover la paz y la reconciliación entre las
personas. Pero se no tenemos una presencia de calidad en la comunidad también tendremos
dificultades en ser testimonios, pues la persona solamente puede ser testimonio
de aquello que experimentó.
Las primeras comunidades creían que viviendo la fe de
forma solidaria y comprometida estaban haciendo la diferencia. Y de hecho,
ellos y ellas eran identificados por el testimonio auténtico de la fe en
comunidad: “vean como ellos se aman”, así era dicho. Es claro que la vivencia
de la fe es una decisión personal, pero envuelve una dimensión eclesial, “pues
la fe de la Iglesia precede, genera y alimenta nuestra fe”. Sabemos por lo
tanto que no estamos solos y que nuestro camino de fe es el resultado de un
largo y maduro proceso. Eso nos hace acordarnos de nuestros padres,
catequistas, sacerdotes, religiosos, religiosas y tantas otras personas que
pasaron por nuestra vida y continúan ayudando a vivir con autenticidad nuestra
fe. Que este sea nuestro contante empeño, de acuerdo con el apelo de San Juan
Calabria: “Nuestra fe sea práctica, coherente; que no haya contraste entre la
fe que profesamos y la conducta que tenemos”.
Fr.
Ndega
Traducción,
Nómade de Dios.
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