Reflexión a partir de Is. 61, 1 – 2a. 10-11; 1Tes 5, 16-24; Jn 1, 6-8. 19-28
“Me
alegro plenamente en el Señor”; “Alégrense siempre en el Señor”. Estamos
próximos a celebrar la Navidad, fiesta de alegría, y estos textos quieren anticipar
en nuestros corazones el clima que viviremos en breve. El Señor que debe venir,
de acuerdo con Juan el Bautista, ya está entre nosotros y quiere encontrarnos
así: felices. Y nuestra alegría se expresa especialmente a través de una
oración ferviente y una caridad ardiente.
No
debemos “apagar” el Espíritu que fue encendido en nosotros. Es él el que nos
hace exultar por la salvación con la que fuimos revestidos y nos envía para
llevar este alegre anuncio a todos. La alegría es condición vital para un
testimonio y una búsqueda de la santidad que sean creíbles: “un santo triste es
un triste santo”, se decía una vez. Vamos a intentar aprender con Juan,
alegrarnos verdaderamente delante de la voz del esposo (Jn 3, 29).
El
Evangelio define a Juan como “un hombre enviado por Dios”. Toda su experiencia
depende de este mandato. Él era consciente de su misión porque recibió un
mandato de Dios para eso. Así son los profetas: ellos no inventan la “misión”
de ellos, sino que simplemente la reciben. Es una iniciativa divina a partir de
una relación íntima con la persona elegida y con un propósito bien concreto –
como en el caso de Juan – dar testimonio de la luz.
Juan
es un mediador, un precursor. A través de él las personas eran atraídas hacia
la luz y como un verdadero testigo, en el momento indicado, él se aparta para
no opacar el brillo de la verdadera luz. Su actitud nos recuerda lo que los
samaritanos dijeron a la mujer: “no es por tú palabra que creímos, sino por lo
que nosotros mismos oímos...” (Jn 4, 42). Pensemos en la gran alegría que
aquella mujer experimentó después de cumplir con éxito su misión.
Juan
es cuestionado por su identidad, o sea, ¿qué dices de ti mismo?. Su respuesta
es una gran lección de humildad, al contrario de todas las expectativas humanas.
Generalmente usamos la oportunidad para presentar nuestros títulos y las cosas
que hacemos. En otras palabras, normalmente hablamos de nosotros mismos. Juan,
al contrario, no habla de sí, lo que él responde sobre Jesús en este pasaje
tiene un propósito muy claro, y es retomado en el capítulo 3 de este mismo
evangelio: “Él debe crecer y yo debo, en vez de eso, disminuir” (Jn 3, 30).
El
verdadero testimonio de Juan es una negación a sí mismo para afirmar la
identidad de otro. Su verdadera identidad era anunciar la identidad de otro. El
testimonio de Juan ya es un anuncio de cómo debe ser la vida de los futuros
discípulos de Jesús: estar en medio de la sociedad como fermento en la masa,
transformarla sin llamar mucho la atención. Sobre eso San Juan Calabria decía:
“Covinha y toquinha”; “La Obra será grande si es pequeña”.
Juan
declara que él es apenas una voz que grita en y a partir del desierto:
“enderezad los caminos del Señor”, decía él. Profetas son “portavoces de Dios”,
esto es, hablan en nombre de Dios. Y eso se debe a una intensa experiencia de
él, vivida en la soledad del desierto. Las grandes figuras bíblicas encuentran
en esta experiencia la razón de la identidad de ellas, la fuerza y el
entusiasmo necesarios para la misión que Dios les confió. Después de esa
experiencia de transformación personal, Juan es capaz de proponer cambios a las
personas. Su tarea es la de preparar a las personas para el encuentro con
“Aquel que ya estaba entre ellos, pero que ellos no lo conocían”.
El
testimonio de Juan es verdadero porque parte de una revelación sobre Jesús que
él recibió desde el inicio, cuando él todavía estaba en el vientre de Isabel.
Hay personas que encuentran el sentido de su vida buscando el reconocimiento de
los otros. Juan, en cambio, encuentra sentido en ser a penas una voz que
anuncia una presencia, que prepara el encuentro, y en el momento indicado sale
de la escena para no complicar la relación a la que todos están llamados a
tener con aquel que ya está entre nosotros.
La
mediación de Juan no incomoda, sino que facilita. El ejemplo de él nos hace
entender que la persona tiene que estar consciente de su identidad para no
ocupar el lugar que le pertenece a otro. Y Juan no tiene pretensiones en
relación a esto, porque él sabe que el punto de referencia no es él mismo, sino
otro. Él es la voz que proclama la Palabra. Cuando el sonido termina permanece
solamente la Palabra. Su gesto de bautizar a las personas externamente
proclamando la misericordia de Dios fue significativo en aquel momento y
después dejó de serlo porque anunciaba otro bautismo que permanecerá para
siempre, transformando interiormente a cada persona.
Este
gesto que la Iglesia repite desde el inicio de su fundación configura a las
personas con Cristo. Es un gesto que proclama a Cristo, porque habla de la
nueva condición de aquellos que renacen de Cristo. En nuestra vida cristiana,
Cristo es el punto de referencia. Cuando nos ponemos en el centro, anunciamos a
otro, no al verdadero Cristo. Debemos pensar como decía Madre Teresa: “Señor,
cuando pienso sólo en mi, atrae mi atención hacia otra persona”.
La
intensa experiencia vivida en el desierto le dio a Juan Bautista una conciencia
de una verdadera identidad. La falta de intimidad con el Señor puede llevarnos
a ocupar en la vida de las personas el lugar equivocado: el lugar que sólo le
pertenece a Dios. No podemos olvidar que somos apenas “la voz y no la palabra”.
Una vez que mediamos el encuentro, tenemos que retirarnos como lo hizo muy bien
el Bautista. Nuestra misión es “narrar la belleza de ser apasionados por Dios”,
con la vida más que con las palabras. Que llevemos con seriedad el compromiso
de anunciar a Dios sin ocupar el lugar que a Él le pertenece. En otras
palabras, dejar que Dios sea Dios en la vida de las personFas.
Fr Ndega
Traducion: Nomade de Dios
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