Reflexión
sobre Mt 21,1-11; Is 50,4-7; Fil 2,6-11; Mt 26,14-27,66
Estamos
comenzando la semana más importante para la Comunidades cristianas. Es la
semana que reúne los eventos centrales de nuestra fe, narrando con mucho
simbolismo y profundidad los últimos momentos de Jesús en su existencia terrena
e invitando al silencio y a la contemplación. Es una oportunidad también para
rever todo nuestro caminar de compromiso con el Señor y dejarnos renovar por su
ejemplo de fidelidad y decisión.
Estamos
invitados a acompañar a Jesús que entra victorioso en Jerusalén para terminar
su obra de amor. De hecho, él no viene montado en un caballo, con arrogancia,
ni con un ejército poderoso como hacían los generales al entrar en las
ciudades, sino que viene montado en un asno, lleno de bondad y misericordia así
como ha sido toda su vida. Jesús es muy consciente de lo que está por sucederle, pero no se deja perturbar. Al contrario, demuestra libertad de Hijo muy
amado y enviado para salvar a la humanidad. Mientras recordamos su entrada
solemne en la ciudad de la paz, recordamos también su pasión y muerte en esta
ciudad que tiene también la fama de actuar de forma violenta contra los
enviados de Dios. Por lo tanto, su muerte no es una fatalidad, pero el
resultado de una misión profética vivida con fidelidad hasta las últimas
consecuencias.
Como
sabemos, el profeta Isaías presenta cuatro cánticos para hablar de la identidad
misionera del Pueblo de Dios, que es también llamado “Siervo del Señor”. Estos canticos fueron compuestos durante el
exilio de Babilonia y podemos encontrarlos en la segunda parte del libro de Isaías.
El texto que estamos usando en esta reflexión es el “tercer cántico” y según
dice, el Siervo vive su vocación como un don de Dios para dar nueva vida a sus
hermanos y hermanas. A causa de su fidelidad, enfrenta muchas humillaciones,
rechazos y sufrimiento, pero no se desanima, sino que se siente acompañado y
ayudado por Dios.
Los
cristianos ven en este siervo la figura del mismo Jesús. Segun San Paulo,
este siervo Jesús en su identificación con la condición humana, acepta ser
humillado, ultrajado y muerto por causa de su fidelidad a Dios. Su confianza
filial en Dios es la razón de su fidelidad. Por la humillación él encontró el
camino de su glorificación. El camino de la humildad, de los pequeños gestos y
de la opción por lo que es más insignificante, serán las auténticas señales que
identificarán los que continúen su obra.
Según
la narración de Mateo, Jesús considera que su prisión, pasión y muerte serán
motivo de escándalo para sus discípulos, ya que ellos todavía tenían la
mentalidad triunfalista del mesías y Jesús lo sabía muy bien. Por lo tanto,
él completa el discurso – como siempre – hablando de la resurrección y retomará
con ellos desde donde empezó todo, de Galilea. Para Jesús no existe expresión
de amor mayor que dar la vida por los amigos, aunque estos hayan huido (excepto
las mujeres y el discípulo amado).
En
su grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, él expresó el dolor
que realmente sintió como ser humano, esto es, el dolor del abandono, el dolor
de los ultrajes, el dolor de los pecados de la humanidad, etc. Y en el momento
en que todo parecía haber sido en vano, tenemos la gran profesión de fe de los
menos imaginados, a saber, el centurión y sus compañeros: “verdaderamente, este
hombre era Hijo de Dios”.
Jesús
fue abandonado por sus amigos, pero no estaba solo en la cruz, y nunca estuvo
solo en su misión. De sus propias palabras tenemos este entusiasta testimonio:
“Aquel que me envió está conmigo, no me dejó solo, yo hago todo aquello que le
agrada”. (Jn 8,29). Por eso “el grito” que Mateo pone en la boca de Jesús debe
ser reflexionado siempre en conexión con su confianza filial expresa en la
versión de Lucas, pues así sucedió durante toda su vida: “Padre, en tus manos
entrego mi espíritu” (Lc 23,46). De lo contrario negaríamos no solamente suya
intima comunión con el Padre y la fidelidad de este mismo Padre.
El
misterio de la pasión y muerte de Jesús no tiene como primer referencia el
dolor y sufrimiento que él pasó, sino su gran amor hasta las últimas
consecuencias. La muerte no fue una imposición, sino una aceptación voluntaria,
esto es, libre. Jesús estaba consciente de que estaba haciendo las cosas bien y
por eso su pasión es el comienzo de la suya victoria sobre la muerte e el pecado, reavivando todas las esperanzas de los pobres y de toda la humanidad.
El
sufrimiento del Hijo de Dios nos invita a reflexionar sobre la dura realidad
del sufrimiento humano. Así como Dios respondió con la resurrección delante de
la muerte del Hijo, podemos concluir que Dios no quiere el sufrimiento y el
dolor de las personas. No se alimenta de estas cosas. Él no abandona a quien
sufre y no se calla delante de su sufrimiento. Cristo hizo suyos los dolores de
todas las personas de todos los tiempos trayéndolos sobre sí mismo con su cruz.
Él continúa sufriendo en nosotros cuando experimentamos dolores y pruebas
en nuestro caminar y nos dice como a los primeros discípulos: "Alegraos y
regocijaos..." (Mt 5, 12a). Él sufre para que podamos experimentar la
felicidad.
Por
lo tanto, hay dolor, pero esto es redimido. San Juan Pablo II dijo: "No
podéis entender el dolor humano, excepto en el contexto de la felicidad
perdida; y no hay sentido el dolor, excepto en vista de una felicidad prometida”.
El ejemplo de Jesús nos motiva a ser presencia eficaz en la vida de los que
sufren más que nosotros. Las cruces de la solidaridad y de la compasión que
estamos llamados a cargar cada día, como Jesús lo hizo, vuelve nuestro
sacrificio en un gesto de amor también como participación en su pasión por la
salvación de toda la humanidad.
Fr Ndega
traducion: Nomade de Dios
Actualización: Fr Ndega
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