Reflexión sobre Hechos 8.5-8. 14-17; 1Ped 3. 15-18; Jn 14, 15 – 21
A
partir de estos textos ya se comienza a hablar sobre la persona y la misión del
Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, dado para acompañar la misión de la
comunidad de discípulos, para que puedan llegar a la plena comprensión de la
revelación que el Maestro hizo y ser fecundos en el testimonio que están
llamados a dar, aun en medio de las adversidades.
Según
el texto de los Hechos de los Apóstoles, después de la persecución de la
Iglesia en Jerusalén, muchos discípulos huyeron para continuar la evangelización
en otros lugares. A partir del entusiasmo de Felipe en Samaría, muchos
samaritanos recibieron la palabra de Dios con alegría. Los signos que Felipe
realiza confirman la verdad de su palabra. Pedro y Juan son enviados desde
Jerusalén para ayudar en el trabajo de Felipe, como señal de comunión de toda
la Iglesia, que, guiada por el Espíritu Santo y atenta a los signos de los
tiempos, realiza un apostolado fecundo para la salvación de las personas.
La
evangelización no tiene límites y tiene la intención de remover el muro de
separación que divide a las personas, trayéndoles los valores evangélicos. Esa
misión está motivada por el Espíritu Santo, dado, no para la experiencia
cerrada de un grupo, sino que es uno para todos. A través de él, aquellos que
siguen a Jesús están siempre listos para “dar una respuesta a todos aquellos
que piden una razón de la esperanza que está en ellos”. Este es un trabajo que
debe realizarse con gentileza y respeto para que se haga la voluntad de Dios.
Los misioneros son a penas instrumentos. En verdad, es Dios quien trabaja a
través de su Espíritu trayendo transformación y gran alegría en la vida de las
personas.
En
el Evangelio, Jesús continúa su discurso de despedida y habla con sus
discípulos de corazón a corazón, expresando sus profundos sentimientos hacia
ellos. En este discurso él revela por un lado su comunión íntima con el Padre
y, por otro, su propuesta vital a los discípulos para que puedan triunfar en su
misión. Diciendo: “si aman, guardarán mis mandamientos”, a ellos les pide un
compromiso concreto con sus enseñanzas, su Palabra. La Palabra no se resume en
mandamientos, es mucho más. La Palabra “actúa en los que creen” (1 Tes. 2, 13),
crea, genera, enciende, abre horizontes, ilumina pasos, siembra vida en los campos,
da vida”.
La
dificultad de entender el profundo significado del discurso del maestro y la
falta de sintonía con sus sentimientos (“Si me amasen, se alegrarán…” Jn 14,
28) entristecen el corazón de los discípulos. Entonces, Jesús, como siempre,
viene en auxilio de la debilidad de ellos e infunde coraje al hablar sobre la
venida del Espíritu Santo a sus vidas. Este Espíritu actuará como un paráclito,
pues tiene la función de quien consuela, defiende, protege, intercede en favor
de ellos.
Pero,
el texto atribuye al Espíritu la expresión “otro paráclito”, porque Jesús fue
el primero. La acción de este Espíritu los llevará a comprender plenamente el
significado de todo lo que Jesús hizo y enseñó como expresión de su amor libre
y total, para que, a través de la experiencia del amor mutuo puedan tornar
visible a los otros la presencia del propio Jesús. Así, el Espíritu hace
presente a Jesús en ellos, el amor lo hace visible para los demás.
Vivimos
en un mundo en el que el amor fue vaciado de su significado original, es decir,
amo si puedo tener una ventaja, o amo hasta cierto punto, o amo a algunos y a
otros no. Jesús no habla de un amor diferente, un amor verdadero y la veracidad
del amor de una persona es medida por la capacidad de donarse y servir, sin discriminar
a las personas. Aquellos que realmente aman sólo quieren el bien de la persona
amada. Es a ese amor que Jesús nos llama hoy y es ese amor que nos vuelve
verdaderamente libres y creíbles.
Amar
a Jesús como él quiere es un don que nos es dado a través de la escucha fiel y
constante de su Palabra. A través de la Palabra y de la acción del Espíritu, el
Padre plasma en nosotros cotidianamente el corazón de Hijo para amarnos como
él. No es un amor que me lleva a hacer a penas lo que me gusta, sino que me
vuelve capaz de sacrificarme por los otros. Es un amor que me hace dejar mi
egoísmo e ir al encuentro de los otros y sus necesidades. Este es el amor que
vuelve fecundo nuestro apostolado, y solamente el Espíritu Santo puede mantener
vivo ese amor en nuestros corazones. Por lo tanto, imploramos con confianza:
¡Ven, Espíritu Santo, enséñanos a amar como Jesús quiere!
Fr Ndega
Traduciòn: Nomade de Dios
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